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El valor de ayudar.
- 27 de junio de 2018
- Publicado por: Dra Carmen Zorrilla
- Categoría: Coaching Desarrollo personal
Uno de los retos del s. XXI es precisamente hacer la vida más humana, transformar la historia, hallar puntos de encuentro entre las diferentes culturas y darnos la mano. Aprender a amar es la más hermosa, deliciosa y audaz de todas las empresas. Esto significa querer no únicamente a los miembros de la propia familia, ni apreciar sólo a quienes comparten los mismos puntos de vista, a los que leen los mismos periódicos o practican las mismas aficiones. Amar es más que todo eso, va mucho más lejos. Está en nuestra mano descubrirlo y aprender la forma de abrirnos a los demás.
Cada vez que renunciamos a algo con el fin de ayudar a quienes nos rodean, aumentamos nuestra capacidad de amar; consiste en pensar un poco menos en sí mismo y un poco más en los demás. Devolver bien por mal, apreciando a todas las personas con las que te encuentras; sin apegarse a ellas pero sin olvidarse tampoco de sí mismo. No distinguiendo razas, nivel sociocultural o grado de riqueza entre los seres humanos.
Para hacer este mundo más humano y agradable tenemos que empezar adoptando una manera de ser más abierta y dialogante. Aprender a disfrutar de las cosas sencillas de la vida e iniciar pequeñas acciones desinteresadas para poder encontrar lo mejor dentro de uno mismo y ser capaz de ofrecerlo.
Cuando pasamos por un bloqueo existencial debido a los problemas, con un estado de ánimo bajo, sin ver la salida al final del túnel, es de gran ayuda variar el rumbo, mirar las cosas con más distancia y prestar ayuda a los demás. La bondad y la compasión constituyen los elementos fundamentales que hacen que nuestra vida tenga significado y sentido. Son una fuente de alegría y felicidad permanente y constituyen la base de un corazón benévolo que se mueve por el deseo de ayudar a los demás.
Este deseo de ayudar es importante ya que nuestra dicha está ligada a la de los otros. Si la sociedad sufre, nosotros también sufrimos. Y además al fijar el objetivo fuera de nosotros, dejamos de concedernos excesiva importancia, dejamos de dramatizar, aprendemos a relativizar y los altibajos de la vida emocional dejan de arrastrarnos. Por otro lado confiere significado y valor a nuestra vida, nos eleva sobre nuestros problemas y batallas; hace que nos sintamos satisfechos de nosotros mismos.
Todos nos hemos de enfrentar a la muerte, la vejez y la enfermedad propia y de los seres queridos, todo esto no es posible evitarlo; sin embargo una de las formas sin duda que nos aporta valor es fomentar y estimular las cualidades humanas fundamentales como el afecto, la bondad y la compasión. La vida así tiene más sentido, es más serena y feliz y hacemos una aportación al mundo que nos rodea siendo el auténtico beneficio la revolución interior. Nos volvemos más fluidos, más dispuestos a arriesgarnos, concedemos menos importancia a lo bienes materiales y más a las personas. La separación entre nosotros y los demás se diluye de forma que nos sentimos parte de un todo en el que es posible compartir recursos, nuestras emociones y nuestro propio ser con respeto a todo lo creado.
El escritor Loun Marinoff, en su famoso libro ” Más Platón y menos Prozac “, dice: ” Casi todos nosotros nos hemos visto a veces impulsados, aún cuando el impulso haya sido breve, a intervenir en la solución de los problemas de la sociedad, y casi todos nosotros sabemos muy bien que nuestra tarea es dejar un mundo algo mejor de como lo encontramos”. Pues sí, un poco mejor por lo menos….
Yo creo que es importante comprender que la felicidad no la da: la posesión de objetos, la ocupación de distintas actividades, o viajar de un lado a otro; sino la vida vivida desde el interior, desde nuestra esencia que nos aporta una visión más elevada en la que la ayuda a los demás nos hace sentir más libres de nuestro ego, por tanto menos temerosos, ansiosos y deprimidos. Desaparece esa excesiva preocupación por nosotros mismos que a veces nos enloquece.
Nuestra felicidad está unida a la felicidad de los demás y si la sociedad sufre, también sufrimos. Por eso, tal vez la religión universal debería ser la de la acción desinteresada y su templo el corazón de cada ser humano.